El dolo sin Rostro

¿Hay alguien ahí abajo? Esta es la pregunta que perturbó a nuestros antepasados cuando ante ellos se abría un camino hacia las ignotas profundidades y que nosotros mismos nos podemos hacer mientras esperamos el metro en cualquiera de nuestras más o menos cómodas ciudades. Es una de las preguntas que el raciocinio del hombre moderno y civilizado siempre niega. Abajo no puede haber hombres, ni siquiera demonios. Aceptar lo contrario significaría dejarse arrastrar por el dulce trino de una musa vesánica, esa misma doncella que nos acaricia el oído si nos quedamos suficiente tiempo contemplando y escuchando sin compañía las tinieblas de una gran caverna, ya sea de origen natural o artificial. Sin embargo hubo un tiempo en el que aquellos que escuchaban la voz que surge de la tierra no eran tachados de locos, ya que el hombre antiguo sabía que esos susurros del inframundo en realidad, proceden de lo más profundo de uno mismo y nos pueden desvelar valiosas claves que la mente oculta de manera deliberada. Aún así, exponerse al juicio de las sombras, ya sean las interiores o las de una destartalada caverna solitaria no es un proceso carente de riesgos. En la oscuridad aguardan infinidad de terrores arquetípicos y fantasmas de la soledad ansiosos por seducirnos hacia las escabrosas sendas de la alucinación y la animalidad. El autor explora con una peculiaridad narrativa que resulta cautivadora, las intimidades del mito ctónico desde su particular enfoque y utilizando distintos registros que hacen que esta obra resulte, afortunadamente, imposible de catalogar. En el marco deslocalizado de la ciudad sin nombre, "El Ídolo sin Rostro" es una delirante hipótesis en respuesta a la primera pregunta que nos hicimos, aunque también puede ser un perturbador paradigma de aquello que repta por los hipogeos del inconsciente global.